Mi cernícalo de hojalata

Artículo realizado por Manuel Ismael Gómez, publicado en el nº7 de la revista.


Mi cernícalo de hojalata

© Manuel Ismael Gómez

La capacidad de poder volar es sin duda una de las más deseadas y añoradas desde nuestros orígenes más primigenios, uno de los sueños más antiguos desde que el ser humano tiene uso de razón. Un sueño asociado a multitud de emociones y sensaciones, pero que podrían resumirse como una expresión de la libertad más absoluta, o incluso mucho antes, estaría quizás ligado a una necesidad más básica y primitiva como es la de escapar de situaciones de peligro en los que la vida estaba en juego.

Podemos retroceder unos cuantos miles de años y evocar cómo los hombres del final del Neolítico oteaban la avifauna de la laguna de la Janda (antigua laguna localizada en la provincia de Cádiz) y luego la pintaban en sus cuevas. Las figuras de aves en el arte cuaternario europeo son algo excepcional, casos únicos y evidentes en la pintura rupestre de la Península y que prueban cómo las aves ya fascinaban a nuestros antepasados.

Pinturas rupestres que podrían ser las primeras manifestaciones sobre el sueño de volar y a las cuales siguieron muchas otras a lo largo de la historia de la humanidad, descritas en los jeroglíficos egipcios o por ejemplo en la mitología griega, tal vez con una de las primeras y más famosas historias sobre el sueño de volar, la de Ícaro y su padre Dédalo:

En la isla de Creta durante el mandato del rey Minos vivía un inventor llamado Dédalo. El rey, para asegurarse la propiedad de sus inventos lo encerró junto con su hijo Ícaro en una cueva que asomaba al mar desde un alto acantilado. Después de algún tiempo, cuando Ícaro llegó a la adolescencia y sintió el deseo de ser libre, Dédalo decidió imitar a los pájaros y construyó dos pares de alas y dos arneses. Recolectó plumas de los pájaros que anidaban en el acantilado y las pegó con cera. Cuando estuvieron listos salieron volando desde el acantilado y Dédalo aterrizó en la playa de una isla cercana, pero Ícaro, entusiasmado con el vuelo competía con las aves y se acercaba al sol; el calor derritió la cera y se desprendieron las plumas. Del desdichado Ícaro, que cayó al mar, solo quedaron unas cuantas plumas flotando en las aguas.

Tal y como cuenta la mitología griega el deseo humano de imitar a los pájaros ha tenido trágicas consecuencias, pero no por ello se dejó de intentar, al contrario, la fantasía de volar pasó a convertirse en un reto. Se han perdido muchas vidas y se han dilapidado fortunas en pos de esta quimera pero, incluso a día de hoy, científicos, inventores y aventureros persisten en el intento.

Leonardo da Vinci, el genio del Renacimiento, dibujó cientos de imágenes de aves en pleno vuelo, analizando la anatomía de sus alas empeñado en desentrañar sus secretos. Realizó meticulosos planos de máquinas voladoras que guardan cierto parecido con los actuales planeadores y helicópteros. El “ornitóptero” fue una de las máquinas diseñadas por Da Vinci en la que pretendía simular el movimiento de un ave batiendo sus alas.

Mi cernícalo de hojalata

Leonardo da Vinci, el genio del Renacimiento, dibujó cientos de imágenes de aves en pleno vuelo, analizando la anatomía de sus alas empeñado en desentrañar sus secretos. Realizó meticulosos planos de máquinas voladoras que guardan cierto parecido con los actuales planeadores y helicópteros. El “ornitóptero” fue una de las máquinas diseñadas por Da Vinci en la que pretendía simular el movimiento de un ave batiendo sus alas. Pero Leonardo no llegó a comprender bien la física del vuelo. En su lecho de muerte, en 1519, dijo que una de las cosas que más lamentaba era no haber podido volar.

En el siglo V, diez siglos antes del nacimiento de nuestro querido Leonardo, ya se había diseñado el primer aparato volador: la cometa o papalote. Pero la primera ascensión de un aparato tripulado no se produjo hasta el 15 de octubre de 1783 en París. Se trataba de un globo diseñado en base a los principios físicos descritos por los hermanos Montgolfier. Esos principios afirmaban que un objeto podría elevarse siempre que este pesase menos que el aire atmosférico que le rodease. Sabido que el aire caliente pesa menos que el aire frío, se construyó un globo con una envoltura de tela y se calentó el aire de su interior. Se dice que sus inventores se inspiraron al ver trozos de papel flotando sobre la corriente ascendente de una hoguera. El éxito fue inmediato, apareciendo numerosos seguidores que imitaron y mejoraron el invento.

Hicieron falta muchos experimentos fallidos más para que unos años después, sobre 1799, Sir George Cayley averiguara que el vuelo requiere sustentación, propulsión y control. Este ingeniero británico construyó un planeador con un ala curva para generar la sustentación. Luego, ordenó a su cochero que se montara en el aparato y pidió a unos campesinos que lo empujaran colina abajo hasta que adquirió suficiente velocidad para volar. Por desgracia, faltaba el control. El planeador se estrelló después de surcar el aire varios cientos de metros. El cochero sobrevivió, pero dicen que la experiencia no le hizo ninguna gracia.

Después, en los primeros años del siglo XX, vinieron los hermanos Wright (Wilbur y Orville) y montaron un motor y unas hélices en un planeador. Aquella máquina humeante y ruidosa marcaría el inicio de la aviación moderna. Aviones, helicópteros, aparatos de propulsión a motor y de propulsión humana… la evolución en las últimas décadas ha sido increíble.

Pero la capacidad de despegar del suelo como una alondra, lanzarse en picado como un halcón y revolotear como un colibrí se nos sigue resistiendo. Las aves vuelan con más eficiencia y precisión que cualquier aparato construido por nosotros. Hay muchos ejemplos increíbles en la naturaleza y que los científicos han demostrado:

  • La pardela sombría recorre 64.000 kilómetros en su migración de ida y vuelta desde Nueva Zelanda hasta Alaska.
  • Los investigadores dirigidos por Niels Rattenborg, desarrollaron un pequeño dispositivo que medía la actividad cerebral y los movimientos de cabeza de los pájaros mientras volaban. El aparato electrónico fue ajustado temporalmente sobre la cabeza de hembras de fragata común en período de anidamiento. Como si se tratara de la caja negra de un avión, el dispositivo reveló que los pájaros pueden dormir mientras vuelan. Durante la noche echaron unas breves cabezadas de apenas unos minutos, pero sumadas, dormían una media de 42 minutos cada noche y parece ser que mantienen un ojo abierto para evitar colisiones con otros pájaros.
  • El ornitólogo británico Ronald Lockley planteó la siguiente hipótesis hace casi cincuenta años: que, a excepción de la temporada de cría, el vencejo común pasa la mayor parte de su vida en el aire. Por primera vez, unos investigadores de la Universidad de Lund (Suecia) han podido corroborar científicamente esta suposición y comprobar que el vencejo común permanece en vuelo ininterrumpido durante diez meses completos y sólo se posa dos meses para poner los huevos y criar a sus polluelos

Y no solo ocurre cuando hablamos de aves, nos pasa igual cuando nos fijamos en los insectos, valga como ejemplo excelso el caso de las libélulas, auténticas maravillas de la ingeniería aerodinámica. El adulto bate sus dos pares de alas y puede controlar la navegación a la perfección, corrigiendo el ángulo de sus alas de forma independiente, lo que le permite asombrosas maniobras aéreas y espectaculares cambios de dirección.

Pero si, a pesar de nuestra torpeza, ya sabemos surcar los aires, ¿cuándo empezamos a hacer fotos de lo que vemos mientras volamos?

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¿Cuándo nace y qué es la fotografía aérea?

Si la fotografía es un invento reciente, del primer cuarto del siglo XIX, más aún lo es la fotografía aérea. La más antigua que se conserva es una de Boston, de 1860, de James Wallace Black, que hizo desde un globo aerostático que subió hasta unos 650 metros. Se conserva en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York.

Pero quien está considerado como el pionero de la fotografía aérea es Gaspard-Félix Tournachon (1820-1910), más conocido por su pseudónimo, Nadar. En 1855 se le ocurrió patentar las fotos aéreas desde un globo para trabajos de cartografía y topografía. Pero no fue hasta tres años después cuando logró elevarse con un globo unos 80 metros y fotografiar una población cercana a París llamada Petit Bicêtre. Desgraciadamente la foto no se conservó y la suya más antigua que se conoce es una del Arco de Triunfo de 1868.

Sus experimentos fotográficos desde globos aerostáticos le dieron a Nadar mucha fama, hasta el punto de inspirar a Julio Verne para su libro “Cinco semanas en globo” (1862).

Antes de que llegase la fotografía desde los aviones hubo dos experiencias sin demasiado éxito. Por un lado, las imágenes tomadas con palomas mensajeras, en las que se colocaba una cámara atada a las palomas que iba disparando con un temporizador, pero no dio mucho resultado por el movimiento errático de las aves. Por otro lado, otro intento fue a partir de las cometas, pero no alcanzaban demasiada altura. Aun así, son muy conocidas las fotos de San Francisco tras el terremoto de 1906 realizadas con cometa por Jorge R. Lawrence.

El salto definitivo de la fotografía aérea se da con la llegada de la aviación y especialmente con la Primera Guerra Mundial, cuando se confirma la importancia de disponer de información precisa del terreno y de la posición de los ejércitos enemigos.

A esta fotografía desde aviones o helicópteros se le van sumando con los años las realizadas desde satélites, drones, etc.

Vivimos en una sociedad en la que el manejo de información es cada vez más elevado, fundamental para realizar multitud de gestiones y en muchas de ellas es clave contar con información georreferenciada. La fotografía aérea es una de las bases para la información geográfica en general, utilizándose en urbanismo, ordenación del territorio, catastro, gestión forestal, hidrografía, etc. formando ya parte de nuestra vida cotidiana.

La fotografía aérea nos ayuda a explorar la tierra, a conocer maravillas naturales o ciudades desde arriba. Ya sea usando un avión, un helicóptero o un dron, siempre es una actividad distinta en el campo de la fotografía. Desde el punto de vista del arte, esta modalidad puede ayudar a darle una nueva perspectiva al fotógrafo, ya que permite imágenes realmente distintas. Puede incluir fotos totalmente cenitales o en modo vertical pero también con un ángulo más oblicuo donde, por ejemplo, se pueda ver el horizonte.

Mi cernícalo de hojalata

Pero desde sus inicios, la fotografía aérea ha sido prácticamente exclusiva de profesionales y especialistas, siendo poco accesible y bastante cara. Sin embargo, gracias a los últimos modelos de drones, esta alternativa fotográfica está adquiriendo cotas hace años impensables, al ser más asequible para los fotógrafos aficionados. No es de extrañar que hayan aparecido categorías definidas o especiales para fotografía aérea dentro de los concursos de fotografía, o directamente concursos específicos de fotografía con drones.

Hoy en día ya nos empezamos a acostumbrar a este tipo de imágenes, sobre todo desde que Google Earth (una herramienta fundamental para todo fotógrafo de drones) nos diera la posibilidad de explorar desde el aire y palmo a palmo, todos los rincones de este maravilloso planeta. Pero es que la madre naturaleza es tan bella, asombrosa y sobre todo cambiante en todas sus escalas conocidas que, aunque este tipo de fotos aéreas inundan las redes y cargan de imágenes espectaculares nuestro bagaje visual, aun así, siguen despertando nuestro asombro y algún que otro ¡WOW!

Y después de todo este recorrido por la historia de los vuelos y la fotografía aérea os voy a contar un poquito más acerca de la fotografía con drones. Pero no me voy a centrar en cuestiones técnicas: legislación, leerse bien los manuales del propio dron, practicar primero en sitios seguros, disparar en raw, enfocar bien, ajustar bien la velocidad de obturación, limpiar el objetivo antes de despegar, no apurar las baterías, mucho cuidado al aterrizar, mucho cuidado con las hélices y un larguísimo etcétera. Más bien me voy a centrar en contaros mis sensaciones a la hora de volar un dron.

Os recomiendo, eso sí, utilizar Google Earth como una de las herramientas elementales para planear vuestras “rutas de revoloteo”. Por varios motivos:

  • Para localizar lugares que fotográficamente os puedan llamar la atención. Y es que a pie de pista, sobre el terreno, nuestra vista no está acostumbrada y la mayoría de las veces, aunque lo tengas delante de las narices, no eres capaz de imaginar el espectáculo visual que tienes enfrente hasta que no alzas el vuelo con el dron.
  • Para localizar el sitio que vais a tener como base para lanzar el dron. Puesto que te puede gustar mucho una zona para intentar hacer fotos, pero si el lugar al que puedes llegar para poner la base del dron está muy lejano o está cercano a muchos obstáculos (como árboles, tendido eléctrico, etc…), pues harán mucho más complicada o imposible la navegación.
Mi cernícalo de hojalata

¿Y cómo es eso de volar un dron y fotografiar con él?

Pues una auténtica pasada, como ser humano y como aficionado a la fotografía:

  • Como ser humano porque para mí es una de las vivencias más próximas a sentir la libertad de un pájaro, ver lo que verían sus ojos y explorar con la independencia que dan sus alas aquellos sitios a los que no sería fácil acceder. Y es que, no he tenido la posibilidad de probarlo con unas gafas virtuales (con la que se deben de aumentar las sensaciones), pero aun así, simplemente con la pantalla del móvil, al ser tú el que dirige, el que se mueve de un lado a otro, te llega a sumergir tanto en la experiencia, que a veces, al sortear una colina o meterme en las grietas de un glaciar, he llegado a sentir verdadero vértigo.
  • Y ya como aficionado a la fotografía ni os cuento. Sobre todo porque me encanta esa variante más artística y/o abstracta, el hecho de poder tener esos puntos de vista tan diferentes, el hacer que las personas que vean las fotos se queden pensando ¿pero esto qué es? ¿qué escala tiene? ¿es un metro cuadrado del suelo? ¿son 100 metros? ¿pero es de este planeta?

Una vez que tienes todo preparado y conectado, empiezas a escuchar los sonidos que se van generando en todo este ritual, tanto desde el dron (cuando pulsas el botoncito y se activan las luces) como desde el móvil conectado al mando. Todos y cada uno de esos soniquetes empiezan a grabarse en tu cerebro y a emitirle señales cual campanilla al perro de Pavlov. Comienza a correr la adrenalina por tu cuerpo, te aumenta el ritmo cardiaco, la tensión arterial, la respiración, tu cerebro inicia el proceso de generar dopamina y empiezan a convertirse en melodías que llegan a confundirse con la 5ª sinfonía de Beethoven.

Ni que decir tiene cuando las hélices del dron se aceleran y aquello empieza a levantar el vuelo ¡pufff! qué ruido más angelical, parece que uno no fuese a cansarse nunca de escucharlo y de ver “al bicho” despegar y alzarse hacia el cielo. Por más veces que lo haya visto iniciar el ascenso no consigo evitar tener dos reacciones: una es la de abrir la boca y mirar al cielo cual niño que ve por primera vez los fuegos artificiales de una feria y otra la sensación del que se despide de un soldado que va a combatir en la guerra ¡suerte compañero! y allá que se va el tío a cumplir con su misión a pesar de las inclemencias: viento, lluvia, incluso nevando… ¡qué valiente! ¡joeee!

Pero es que lo más bonito viene después, cuando empiezas a observar en la pantallita de tu móvil lo que está viendo tu cernícalo de hojalata. Cada vuelo es una aventura visual sin igual. Los 15-20 minutos que suele durar el viajecito pasan en un suspiro y uno desearía tener una maleta llena de baterías esperando en el coche.

Llegados a este punto, ya solo os queda relajaros, disfrutar y dejaros llevar por vuestra intuición fotográfica. Porque como decía Leonardo da Vinci:

“Una vez hayas probado el vuelo siempre caminarás por la tierra con la vista mirando al cielo, porque ya has estado allí y allí deseas volver”

Autor: Manuel Ismael Gómez